Aquella tarde de otoño era dorada,
árboles y casas tras un tul amarillento,
las copas calmas, el cielo tenue, el sol más lento.
Sus ojos sonreían: estaba enamorada.-
Caminábamos los dos la hora encantada
en que el farol garúa su primer aliento,
cuando salta a su paso un presentimiento:
“Dios mío” dice.- “Que nunca pase nada”.-
“¿Qué puede pasar? Nada.- Nada va a pasar”.-
“No sé… no sé.- Es que todo esto es tan hermoso…”
Nos besamos con miedo y volvimos a andar.-
Pero tanto silencio se nos hizo penoso;
entonces eligió hojitas secas para pisar
y el juego volvió el dorado más luminoso.-