Nunca faltaba al tablado don Ramón
con su carga de sandías relucientes;
armando el despacho para los clientes
con dos caballetes y un tablón.-
Y mientras calaba, su fresco pregón
de risueñas picardías inocentes
comparaba las tajadas con labios ardientes
o guiñaba a la barra entonando la canción:
“Sándia calada, sándia colorada…
jugosa para las mozas enamoradas…”
que a mí y a Margarita nos cohibía.-
Entonces, para que nadie sospechara nada,
en vez de cruzar nuestras miradas
las dirigíamos, sugestivas, a una sandía.-